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Leer la tecnología

No hay duda de que los avances de la ciencia, que se materializan en una expansión inusitada de los productos tecnológicos, ha copado la vida humana de una forma no solamente abrumadora, sino al mismo tiempo imperceptible: en menos de una década, los aparatos y sus aplicaciones son, en esencia, los servicios que pedimos, la forma en la que nos comunicamos, las transacciones que pagamos, la música que oímos, los libros que leemos, las clases que recibimos.

El Espectador
18 de mayo de 2015 - 02:00 a. m.

Es todo. Por no irnos lejos de este oficio del periodismo, y como nos lo recordó Piedad Bonnett en su columna de ayer, hoy los hechos se registran de forma permanente, el ojo de la sociedad  no se apaga: al contrario, muestra “cómo huyen los asesinos de los periodistas de Charlie Hebdo (...) cómo los policías de USA le dan una paliza a un negro hasta matarlo”. Es la tierra sobre la que nos movemos.
 
En todo esto, para empezar, hay que dejar a un lado la nostalgia: la tecnología ha permitido un acceso mucho más democrático y libre a la información, a ciertos contenidos que antes eran lejanos, costosos, inexistentes. Ha permitido, además, una suerte de expansión descentralizadora de la estructura del poder, como decía el historiador de las ideas Michel Foucault. Los casos de esa última conducta, que encabezan, por supuesto, quienes logran desde un dispositivo tener acceso a información clasificada, se hacen comunes, nos tocan. Aquellos que no creen en un poder que se planifica “desde arriba”, ayudados por sus conocimientos técnicos, y probablemente sin ningún otro miramiento, son los protagonistas de este nuevo capítulo de la historia humana.
 
Por esto que apenas enunciamos, la tecnología y sus alcances  deberían causar cierta preocupación por parte de quienes analizan el lado más humano de la vida. La preocupación no es tanto por un eventual “despertar” de las máquinas, de su adquisición de conciencia, cosa que sigue siendo parte de la narrativa de la ciencia ficción (para la muestra, dos últimas grandes producciones cinematográficas, Chappie, una comedia, y Avengers: Era de Ultrón, una película de acción, tratan los temas de forma central), pero sí, como lo dijo hace unas semanas Cristina F. Pereda para El País de España, el rol de las humanidades en toda esta lectura del uso de la tecnología.
 
Lo que nos preguntamos (lo que se pregunta Leon Wieseltier, editor cultural de la revista The Atlantic) es si existe no solo un análisis de las implicaciones que este avance tiene a nivel social (el reemplazo del trabajo por parte de las máquinas, por ejemplo), sino también si hay claros límites éticos, morales, jurídicos dentro de todo este nuevo mundo que sigue dando pasos adelante.
 
Preocupa, por tanto, el énfasis que los gobiernos del mundo, en especial el de Estados Unidos, dan a los estudios en ciencias duras, dejando a un lado el rol de los científicos sociales (los abogados, los filósofos, los sociólogos) que puedan sentarse a pensar sobre esto. Que estén proveyendo una lectura útil del fenómeno para explicarlo, para entenderlo, para  regularlo desde un derecho que hoy, frente a este tema, luce como una lengua muerta. 
 
En una entrevista en 1967, el pensador francés Jean-Paul Sartre definía el rol del intelectual europeo como el de un “técnico del saber”, del saber práctico, como lo son los investigadores, los científicos, los ingenieros, que se da cuenta de una contradicción, que tiene un desgarramiento interno. Es decir, cuando se da cuenta de que su trabajo puede ser usado para un atentado contra un valor más grande, más universal. Y se niega a que sus estudios tengan dicha finalidad.
 
Es probable que en este siglo, frente a nuestra propia realidad actual, haga falta actualizar estas teorías, esparcirlas (como se esparce la internet) por las aulas de clase, por nuestras propias lecturas cotidianas. A la par de los avances debe haber una interpretación de ellos. En esto, al parecer, y como dicen varios, hay un vacío. Llegó la hora de llenarlo.

Por El Espectador

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